viernes, 17 de diciembre de 2010

Retales de mi infancia

Se llamaba Maria José. Todavía me acuerdo de su eterno acné y de su única y muy bien hecha trenza. Siempre vestía con falda y calcetines subidos de color blanco. Usaba un tipo de zapatos que a mi nunca me gustó. Mi aversión por aquel tipo de calzado se intensificó cuando un día, caminando por la calle, pisó un excremento de perro. Tenía la voz "de pito", de esas que cuando llevas un rato escuchándola, acabas con la cabeza algo cargada. Teníamos 13 o 14 años, no lo recuerdo con precisión. Mi amistad con ella (de hacía ya algunos años) quedó muy reforzada cuando estábamos cursando el por aquel entonces octavo de E.G.B, el último curso de enseñanza obligatoria. Eramos compañeras de pupitre, compartíamos la hora del recreo, nos sentábamos juntas en el autocar si íbamos de excursión...

También recuerdo que en nuestra clase había unas cuantas personas que, por así decirlo, estaban algo más "adelantadas" que el resto. Eran chicas que fumaban y, según ellas, ya se habían hasta acostado con chicos también de nuestro curso (esto nunca acabé de creerlo). Pues bien, Maria José empezó a hacer amistad con una de estas chicas, una voluptuosa rubia que se pintaba los labios de un intenso rojo carmín.

A las 12, cuando saliamos del colegio, casi siempre acompañaba a Maria José a su casa y charlábamos un rato mientras esperábamos a que su madre volviera de la compra. Era casi como un ritual. Cuchicheábamos sobre los profesores, alumnos, o incluso repasábamos deberes o nos pasábamos apuntes. Mientras, ella se preparaba un bocadillo con el pan crujiente que sacaba de la bolsa que su madre había colgado detrás de la puerta de la cocina. Cortaba un pequeño trozo, lo huntaba con tomate, le ponía aceite y un poquito de sal, lo rellenaba con un poco de jamón de York y se lo comía lentamente mientras yo ya lo había devorado con la mirada. Nunca me ofreció.

Un día, a la salida, Maria José no me había esperado. Pero la vi caminando al final de la calle, y corrí tras ella. Cuando la alcancé, me dijo, sin paños calientes, que ya no podría ir con ella. Yo me quedé parada, mirándola, sin entender lo que me quería decir.

- Es que, no lo vas a entender, "ellos" no son como tu.

Se refería a los "adelantados". Enseguida lo supe.

- Pero tu... ¿eres como ellos?

Evidentemente, lo primero que me vino a la cabeza fue la apariencia física. Si teníamos que comparar, Maria José con su trenza, su falda de cuadros, sus calcetinitos... Nada tenía que ver con ellos; hasta yo, con mis pantalones estrechos de pana, hubiera hecho más juego! Eramos dos crías que hacíamos cosas propias de la edad (o eso pensaba yo). ¿Qué iba a hacer ahora? ¿"Acostarse" con alguno de los chicos?

Entonces Maria José empezó a balbucear, tratando de explicarse... No le di tiempo. Salí corriendo por la calle y la dejé atrás gritándome algo. Y corrí, corrí, corrí, mientras las lágrimas iban saltando de mis mejillas al aire, por la fuerza de mi carrera. No quise oirla, no quise explicación alguna, todo estaba dicho. Yo era persona non grata para ella. No estaba a la altura de sus nuevos amiguitos y por consiguiente, de ella. Para mí fue un gran insulto, una enorme cuhillada trapera. Y no volví a hablar con ella. Ella era la persona non grata.

Probablemente esto debió de suceder al final de curso, porque lo único que recuerdo es que ya no me senté más a su lado, y dejé de ser su pareja "oficial. Y ella tampoco me volvió a dirigir la palabra, quizá por vergüenza. Eso sí, conservó su look colegial hasta final de curso.

Quizá con Maria José entendí que la vida te podía dar palos, y este creo que fue el primero de ellos. ¿Me puedo considerar afortunada por haberlo tenido a los 14 años? Posiblemente. De lo único que me arrepiento es de no haberle dicho todo lo que pensaba en aquel momento. Pero nunca me han gustado los enfrentamientos.Y con mi corta edad hubiera sido todo un mundo para mi expresarle mis sentimientos. ¿Hubiero valido la pena?

martes, 14 de diciembre de 2010

La ciudad

Errante por la calle, camina sin saber bien a dónde se dirige, ni siquiera imagina donde estará dentro de una hora. Recién salido de una pensión de mala muerte, donde cree haber pasado la noche más calurosa de su vida, dobla una esquina y se topa con un vagabundo, que maldice algo entredientes mientras lo mira de arriba abajo.

- Necesito un auto - piensa para sí, aunque no sabe cómo lo va a conseguir.

Todavía no ha amanecido, las calles están húmedas y un putrefacto olor sube por las alcantarillas. Mientras se enciende el último cigarrillo (maldita sea) maquina en su cabeza como salir de alli, más allá de los suburbios. A lo lejos, y cruzando por el puente, observa como una pareja de la policia patrulla por el barrio. Sabe que ya están llegando al final de su turno, y aúnque todavía está muy oscuro,cree adivinar sus caras fatigadas, ojerosas, y esos ojos vidriosos que te hacen conducir ya por instinto. Y saca del bolsillo de su tejano la placa, aquella insignia que tantas alegrías, pero también tan malos ratos le había hecho pasar. A la luz del semáforo parece aún más brillante, casi nueva.

Da la última calada a su apurado cigarro y observa a su alrededor: a pesar de todo, la ciudad, su ciudad, está muy hermosa a esas horas. Y como la echará de menos...Pero el momento nostálgico le dura poco. Debe estar lejos de alli antes de que amanezca. Una ligera brisa se levanta, anunciando el nuevo día. Se mete las manos en los bolsillos y acelera el paso.

Dicen que la ciudad nunca duerme, y siempre espera. Y eso es lo que espera él.